Insignificante

Diana Galesco
5 min readMay 26, 2020

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Hace tiempo que no iba al teatro. Chucho, un amigo del taller de sones de animalitos, nos invitó a ver la obra en la que participaba. Se llamaba La vida de Roth. Pude haber ido con mis amigos, pero siempre surgía alguna eventualidad: tengo que leer, el cumpleaños de fulano, me fui a Tepoztlán o el simple y llano tengo muchas cosas que hacer. Llegó el último fin de semana de la temporada y, a pesar de que me sentía mal del estómago, decidí ir. Invité a mi familia, pero nadie quiso acompañarme.

Era una tarde nublada de septiembre cuando me encaminé al Centro Cultural del Bosque. Llegué con horas de anticipación para comprar mi boleto. Sentía un poco de tristeza; venir de tan lejos para llegar sola. Hace mucho tiempo que no venía a Chapultepec. Quizás desde la última vez que vine con D, hace ya tanto. ¿O después? Seguro vine después. Creo que al Tamayo con Beban, una noche de museos. Corro al teatro porque hace mucho viento. Llevo una gabardina azul de poliéster; siento frío todo el tiempo. Después de asegurar mi boleto, intento encontrar un lugar para sentarme a leer. El café no se me antoja porque me duele el estómago. Me siento fatigada. Quiero recostarme en algún lugar (en tus piernas) y dormir un rato. Entro a la librería y finjo interés. Sólo quiero sentarme y descansar. La policía de vigilancia me mira con sospecha cuando tomo una revista y me siento en un sillón. Me quedo dormida descaradamente. La vigilante viene a llamarme la atención y disimulo que me interesa comprar alguna cosa. No sé cómo pasan las horas, pero pasan.

Cuando me levanto hay una fila enorme frente a la taquilla. Me formo detrás de un muchacho de gabardina y sombrero que lee un libro de Cortázar. Cuando paso a lado suyo me mira de soslayo. Le gusto, lo sé por sus ojos y su leve sonrisa. Se para derechito cuando me acomodo detrás de él. Qué esnob, pienso. Un señor se acerca a la fila, tres personas adelante de mí: lleva una canasta, vende algo. Sin entender la razón, me pongo nerviosa. Me pongo los audífonos y escucho cualquier cosa. El hombre pasa a la siguiente persona. Me pongo más nerviosa, no quiero que me pregunte nada. No tengo humor, me duelen las vísceras y tengo ganas de llorar. Recuerdo Chapultepec en primavera, las jacarandas y el sol; un suéter cubre nuestras cabezas mientras nos besamos, recostadas en los pastos cerca del Tamayo y un perro nos olfatea brevemente. Reímos. Pienso rápido y saco un libro. Si llevo puestos los audífonos y me ve leyendo seguro ni se acerca. El hombre ahora está con el esnob y éste le responde tímidamente que no, que no quiere comprar nada, muchas gracias. El hombre continúa engatusándolo, pero cuando ve que el muchacho no cede, bufa enojado y ya no intenta nada conmigo.

El alivio recorre mi cuerpo hasta mis pies. Me siento sonrojada por el nerviosismo, no quiero que nadie me hable. Estoy triste. Empiezo a leer de veras el libro que saqué: un poemario de César Vallejo que me regalaron hace muchos años. La fila comienza a avanzar y llego hasta la vitrina de la taquilla. Disimulo no verme reflejada. Qué horror, yo soy la chica de la gabardina azul que lee un libro de poesía a la entrada del teatro y finge que no calcula cada uno de sus movimientos mientras se observa a través de los espejos de la taquilla. Tal para cual, debe pensar el esnob. Te ríes y acerco mi boca a la tuya para tocarnos levemente mientras las jacarandas tapizan las calles de la ciudad. Quisiera hacer contacto visual con alguna persona. Tengo el presentimiento de que alguien está ahí, igual que yo, a la expectativa.

Finalmente entramos y me siento a la orilla de la quinta fila. La obra se desenvuelve con calidez. Río, río mucho y lloro por la vida de una persona común y corriente. Ni heroína ni villana; una vida insignificante. Como todos nosotros. Lloro y aplaudo al terminar la obra. Me siento efervescente, como si mi vida tuviera sentido. Abro la puerta del teatro para salir a la calle. Vine sola y hace frío. Cierro mi gabardina y me aferro a ella tiritando. Camino hasta el metro. Por suerte hoy hubo un concierto en el Auditorio y me siento acompañada en mi trayecto. Hay barullo afuera de la estación, deben ser las ocho y media. Corro al bajar las escaleras y me trepo al vagón con cierta emoción.

Recuerdo a Cristina. Recuerdo cuando nos besamos por primera vez frente al Auditorio. Tenía dieciséis años recién cumplidos. Fue antes de entrar a una obra de teatro en el Centro Cultural. Estaba muy emocionada. La tomé de la mano durante la obra y la quería. En verdad la quería. De regreso, en el metro, nos volvimos a besar. ¿Sí sabes lo que piensa la gente de nosotras si lo hacemos aquí? Claro. ¿No te molesta? Por supuesto que no. Y nos besamos todo el camino mientras reía. Era feliz y la quería.

Llego al transbordo y no dejo de pensar que tengo frío. Desearía dormir, me duele el estómago. Envío un mensaje que no llegará hasta que tenga señal: ya voy de regreso. Esa noche me dan ganas de salir, de ir a bailar. Pero no tengo a nadie. Nadie me ha escrito ni invitado a salir. Mis amigos están lejos o no me buscan. Me aferro a la gabardina porque tengo frío. Un muchacho guapo se sienta a lado mío. Cruzamos miradas brevemente y me emociono: amores de metro. Cuando bajo en la siguiente estación espero que él también lo haga, pero permanece sentado; ni siquiera me ve. En el siguiente transbordo siento un poco de calor y me desabotono. Escucho música e intento pensar en otra cosa que no sea el sueño que me invade. Podría quedarme dormida y no bajarme del metro. Ya es tarde y estoy sola. Pero falta poco.

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